Salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos; y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para que no caigáis en la tentación». Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia, oraba con más insistencia. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Y levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para que no caigáis en la tentación».